martes, 10 de febrero de 2009

Mente manca

Indiscriminadamente moví el mueble hasta golpearla, su roído coxis fue cayendo lentamente como si deseara ser puntual en su cita con el suelo. La cabellera azucarada de la anciana descubrió su cara entre quejas, su dentadura furica parecía querer salir volando hacia mi yugular. Reí, reí sin remordimiento, con lagrimas y dolor en el estomago. Extendió sus dedos parkinsianos para que la auxiliara a levantarse -pobre vieja, sal del problema tú sola.-

Ella lloró como bebé con hambre, desconozco si lo hacía por la reciente caída o sus aburridos sentimentalismos habituales. Como fuera, no pensaba soportar tan lamentable sollozo.

Esa noche soñé con ella, los dos teníamos veinte años menos. Me encontraba hurtando los cigarrillos que ella ocultaba en su monedero como su más valioso tesoro. Salí a fumar entre las cochinillas y caracoles que habitaban el jardín. Depredadoras arañas comenzaron a bajar con sus tantas patas por el techo. Las oriné a todas para evitar que llegaran a mí. Lombrices se sacudían debajo de la tierra, dejando a su paso pequeños brotes volcánicos; al salir a la superficie, el sol las quemaba hasta morir. También las oriné, por si lograba refrescarlas con mis residuos gástricos. Permanecieron inertes. Unas piedritas golpearon mi cuerpo con sutileza, al verlas con detenimiento resultaron ser unas cochinillas ensimismadas.

Regresé a la casa agitado, la humedad impregnada en cada mueble olía a mi abuela. Nada me da más asco que cualquier referencia a su imagen. Desperté.

Sus ronquidos del otro lado de la habitación, daban la mala noticia diariamente de que seguía con vida.

Vino a darme el desayuno más tarde de lo habitual, denotaba recelo cada cucharada que acercaba a mi boca. –ay, muchacho, la única mano que te funciona la usas para hacerme maldades- Aventé el plato, derramando la maldita papilla. No importa lo que haga, lo sé, no podré morir jamás.

No hay comentarios: