lunes, 16 de febrero de 2009

Los ochentas

En los ochentas, mientras David Bowie cantaba “Rebel, rebel” y los Rollings Stones lucían la boca más promiscua que se atrevieron a mostrar los medios de aquel entonces. El toque homosexual se encontraba en su mero apogeo, hombres con ojos delineados, ropa extravagante, el high energy sacado del closet. Bandas de rock cantando al amor y la libertad, a derribar los muros; el cine mostrando a protagonistas masculinos besándose por primera vez, la industria de la moda permitiendo el cabello freezeado diez centímetros por encima de la cabeza, pantalones ajustados acompañados del sensual movimiento de cadera y plataformas; activistas queer marchando por las calles de carnaval. Todo indicaba que estaba bien ser gay. Así que mi generación sacó los tacones y se pintaron de rojo carmesí los labios, dispuestos a asistir a la fiesta. Las nuevas y liberadoras tendencias que hicieron transformar el artificio de Narciso sodomizandose a si mismo, acabaron por destruirlo para volverlo en un cliché de peligro desde la aparición del Sida.

Yo era muy joven, apenas tenía quince años y vivía deseoso por compartir la revolución de mis futuros amantes. La mayoría de mis ídolos comenzaron a caer como moscas manchadas con Sarcoma de Kaposi; los que no murieron se recluyeron en la tristeza y el anonimato, unos cuantos persistieron en la lucha para ser señalados y ridiculizados. Miles de chicos en todo el mundo guardaron la fotografía de fallecidos amores como registro de Nan Goldin; doblaron sus manos y ropas para buscar a una esposa que planchara sus camisas y franelas.

Uno jamás puede olvidar quién es pero sí, ocultar lo que desea. Y así, el avance que a muchos les costó la vida, la familia, el trabajo y la dignidad, fue cayendo como mito griego. Una enfermedad misteriosa, sin procedencia, acabó con el sueño de andar por la calle sujetado de un musculoso bigoton sin morir apedreado.

El regreso a la realidad fue lento, nadie sabía cuanto tardarían en morir los primeros diagnosticados. La gente entró en pánico y comenzaron a cerrar sus puertas a estos personajes que antes les apetecían divertidos y extraordinarios.

Yo cargaba el look de Wham!, George Michael siempre fue mi favorito. Aunque para ser sincero de haber gozado con más dinero, hubiera lucido unos trapitos al estilo Prince. En pocos años los video clips de New Order fueron remplazados por Nirvana y demás heterosexuales, no con menos problemas de identidad. Pero en fin, me quedé como un niño en víspera de Navidad con la reciente noticia de que Santa Claus no existe, pasando el bachillerato en un terrible desasosiego.

En mi graduación, cansado del acecho de los de mi especie, con un ridículo intento de ocultar mi balancear femenino, fui insultado por todo temeroso hombre que se acercaba a mi. Hijo menor entre seis varones, ellos me defendieron a regañadientes para después escupirme en la cara cuando decidí ir con un minúsculo vestido a la velada. Tardé más en desmaquillarme de lo que mi madre me corría de la casa entre lagrimas de decepción y vergüenza.

A los pocos días descubrí en los espejos de un motel, una joven tez esparcida de barros, indefensa y desamparada. El odio que la intolerancia formó en mi, permitió que me penetraran todo tipo de hombres con indiferencia y desamor, en los siguientes años.

La clientela regular confesaba después del orgasmo acerca de sus matrimonios y la impotencia de tener una erección ante su mujer. La hipocresía resguardada en mi almohada por tantos hombres, me dejó en vigilia durante muchas noches. Mi camino no fue el mejor, lo admito. Pero la fortaleza de defender lo que somos, lo compartía en mi esquina, en la calle, en la cama, cada noche de trabajo.

Amanecía, el rimel corrido y la juerga excesiva que a veces marcaba mi cara de golpes, volvía inútil cualquier argumento. No podía seguir soportando ese estilo de vida ni tampoco regresar a mi casa para decir que todo había sido un terrible error. Sólo contaba con los estudios básicos y el trabajo que ejercía jamás sería una carta de buenas referencias.

Un gordito solitario era mi apuesta mensual, me visitaba siempre en la quincena, se la jalaba durante pocos minutos y él recibía el encanto con unos ligeros gemidos. Nos dedicábamos una triste mirada de despedida que a la vez significaba que nos veríamos pronto, igual de infelices. Dejaba la cuota sobre el buró sin mirar atrás, como si fuéramos un pasado que él jamás quisiera recordar y sin embargo anhelaba. Un quince del mes, fue mi cumpleaños. No quería pasarla solo y le invite a tomar un café antes de que partiera. Él aceptó sin preguntar, cambié mi ropa habitual por un disfraz de pantalones entubados, camisa y corbata. Me miró sorprendido y burlón -¡jamás pensé que pudieras verte tan normal, hasta te ofrecería empleo- Con esas palabras estuve apunto de arrodillarme y mamársela ahí mismo, sin paga. Reí con elegancia para evitar que él percibiera mi desesperación. Alguna reacción involuntaria y delatora hice que él comenzó a reprocharse el comentario entre balbuceos.

Fuimos a una cafetería de veinticuatro horas ubicada a tres cuadras de mi casa, los empleados de ese turno se caracterizaban por tener un tono poco servil y apesadumbrado. Ordené un pie de manzana y estuve a punto de ponerle un cerillo a falta de vela, me contuve, no quería sentirme más patético. El gordito, que hasta ese día me enteré de su nombre, David; platicaba de su trabajo a manera de confesión. Tenía una agencia de viajes, mayormente atendía a jubilados o divorciadas que pretendían encontrar al amor de su vida en algún crucero. Vivía con su madre a los cincuenta y tres años, nunca había ido a un antro gay ni establecido relaciones sentimentales con hombres. Así que lo tomé de la mano, hice que pagara la cuenta y fuimos a un bar donde yo iba a pescar cuando estaba floja la noche. Bailamos, nos emborrachamos y brindábamos con extraños. Un niñito moreno como de treinta años veía a mi gordito con cara de hambre, de sexo y amor. David se encontraba tan extasiado, pasando de la vergüenza a saber que había vivido en un cubo, que ni siquiera había notado la invitación que ese día le ofrecían otros ojos.

El morenito se mantenía estático, nervioso, vigilando desde su esquina los movimientos de David. Sentí una terrible envidia, no recuerdo alguna vez en mi vida que me hubieran visto con ese deseo, ni siquiera cuando un hombre me poseía. Sin embargo, el gordito era un buen hombre que se merecía ser amado y yo estaba dispuesto a conseguirle una oportunidad. Me acerqué al chico y le invité una copa para romper el hielo, él me rechazo sin voltear a verme hasta que le dije que era amigo de David. Comenzó a lanzar una serie de preguntas acerca de él ¿qué tipo de hombres le gustan? ¿es soltero? ¿dónde vive? ¿en qué trabaja? No teníamos más de dos minutos charlando y ya me sentía mareado con tan ferviente interrogatorio. Planté mi mano sobre su cara para inmediatamente callarlo y evitar un dolor de cabeza. Me incliné hacia su oreja que era un poco más grande de lo normal y le dije Chico, ¿por qué no te acercas y le preguntas todo eso?

Me vio ingenuo, asustado, le dí una palmadita en el trasero para entusiasmarlo y que emprendiera la marcha. Titubeó unos segundos y tomó un largo trago de cerveza, limpió su boca con la manga y con pasos inseguros llegó hasta él.

David estaba ligeramente perdido a causa del exceso de alcohol, sin embargo, lo recibió con una gran sonrisa y se dedicaron a platicar toda la noche. Mientras las horas transcurrían, el lugar comenzó a vaciarse. Ellos parecían tan entusiasmados que no me atreví a interrumpir. Me quedé solo en una mesa hasta quedar sumamente borracho. No podía ni sostener la botella cuando la reciente pareja se acercó a mí para marcharnos. Me llevaron cargado en vilo entre sus brazos hasta la casa. David se despidió de mí y en su semblante se había borrado la usual tristeza que nos unía.

Lo esperé la próxima quincena para que me diera noticia de su encuentro y jamás llegó. Ni la quincena siguiente. Ya han pasado más dos meses desde mi cumpleaños que no lo veo. Creo que es común esta historia de putas, tratar de salvar el amor y al fin de todo, quedarse solo.

No hay comentarios: