sábado, 16 de agosto de 2008

Eneida

Eneida sabía satisfacerse y con el más ligero toque, sus músculos se contraían. Troya ardía, ella explotaba. Jamás vi tan hermosa cara después de un orgasmo, palidecía y sudaba frió. Eros elevándose a su divina naturaleza, el placer. Sus pliegues faciales se desposeían de su constante huir a nuevas tierras, comúnmente cargaba ese halito errante. Inocente de nuevo, feliz y en paz. Juré ante Zeus dedicar mi tiempo restante a mantenerla flotando y pasar de un beso a una caricia, como si fuera una platica fluida; un tributo para los dioses. Sus manos suaves, pequeñas y delgadas, fingían jamás haber cargado un arma, sus labios morteros eran cantos de sirena. Embriagantes como el mas fiel vino, creado por Dionisio.

La pasión emergió en nosotras como un nuevo mundo, e intentamos construir de ella un imperio infranqueable. En donde los despertares mas tiernos cruzaron la luz que se escapaba entre columnas, entre guerras de pueblos lejanos. El súbito abrir de sus ojos, gritaban que estaba viva de nuevo. El oráculo erró, creíamos en ese entonces, podíamos sobrevivir a ser amadas y salir ilesas, victoriosas ante nuestra condición humana.

Yo soy Venus, le dije un día. Eneida rió y al primer descuido, huyó con Júpiter. El oráculo me había advertido -el dolor te matara y esa será tu herencia a los hombres-

Me negué a creer que la felicidad, seria el primer paso de mi muerte. Fui a las aguas mas profundas a buscar a mi ingrata Eneida. Si ella yacía conmigo por haber amado, valdría la pena haber naufragado en la soledad. Neptuno esta vez no podría detenerme, estaba dispuesta a volar si fuera necesario. Robaría las alas de Corus, la fullería de Apolo, me comería a Cronos con tal de obtener justicia. Ella no seria feliz mas que yo lo permitiera.

Al cruzar el Mediterráneo, mi valentía fue disminuyendo a cada paso. Los Dioses estaban en mi contra y apoyaban la felicidad que cobijaba a mi luz Eneida. ¿Quién seria capaz de solapar esta injusticia? Ni Júpiter ni nadie se la merecía, tenia que ser yo la poseedora de su calida compañía. ¡Eneida, Eneida! Gritaba en las noches obscuras, la lluvia opacaba el lamento y disolvía mi llanto. Jamás aceptare que huyó porque no supe contenerla con el alma. Mi odio es la venganza de destituir toda culpa.

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