miércoles, 2 de julio de 2008

La nevera

Irene cierra la puerta y avanza lentamente, sin sospechar, que era el final de su vida. Carga dos bolsas en cada mano, la de la izquierda es la más pesada. El foco de las escaleras sigue fundido y recordó que llevaba semanas con la intención de cambiarlo. Ya no tendré que hacerlo, pensó con ligereza. Son seis pisos por bajar y en el camino las bolsas le estrangularan las manos. Aún así, no hay manera de regresar. Tiene que darse prisa antes de que alguien la vea; colapsaría ante la presencia de algún testigo. No puede arriesgarse, lo sabe. Irene suda y siente una punzada en el estomago, apenas se encuentra en el tercer piso y ya le duelen los hombros. Falta la mitad del trayecto y sus pasos cada vez son más lentos e imprecisos. Llega al portón del edificio, puede ver a través de los cristales que afuera está lloviendo. Deja las bolsas en el piso para poder abrir la puerta. Nota que una de ellas se escurre de un extremo. Regresa la vista sobre sus pasos, ha dejado rastro de su huida y no tiene tiempo para limpiar. Hurga en su bolsa en busca de las llaves, están sujetas a un llavero que ella le regaló meses atrás. La culpa la invade y llora sin poder contenerse. La desesperación que sentía hace un minuto por salir corriendo del edifico, se esfuma. Ahora se siente vulnerable y sola.

Su mente vuela a la Navidad del 2003 que pasó en Milán, había llegado dos semanas antes de intercambio y no conocía a nadie. El cuarto lúgubre de la casa de asistencia carecía de árbol y gente. La Víspera transcurrió con malas películas hollywoodenses, dobladas a un idioma que aún no dominaba. Sin tener dinero para telefonear a su madre o enviarle un presente a su hermana, Irene se hundió en la tristeza, sola. La misma sensación revivía aquella noche, al otro lado del mundo. Aunque esta vez era mucho más intensa.

El ruido de la lluvia atrapa a Irene al presente. Introduce la llave en el cerrojo y después de abrir la puerta, la detiene con un pie mientras recoge las bolsas. Irene respira hondo y corre entre la lluvia, las bolsas resbalan de sus manos y olvidó tomar las llaves. Cruza por el Oxxo situado a dos cuadras, de lo que hace media hora solía ser su casa. Necesita unos cigarros para relajarse. Coloca sus cosas en la entrada de la tienda, la empleada de la caja le dedica una mirada desdeñosa. Se brindan las buenas noches de un modo rutinario. La bolsa sigue goteando, eso apura a Irene a terminar su compra. Al pagar sus cigarros, cae en cuenta de que no sabe a donde ir. La lluvia la desanima a rondar por la colonia, aparte, las bolsas son muy pesadas. Prende un tabaco con manos temblorosas a causa del frío y como si esta acción la iluminara, decidió comprar una hielera para resguardar sus cosas. Puede resultar peligroso pero funcionará. Pensó con optimismo.

Antes pasó por el cajero para retirar el restante de su escasa nomina. ¿Dónde dejaré las cosas mientras compro la hielera? Se preguntó angustiada mientras jalaba las bolsas. Si alguien las abriera, sería el fin. Recuerda al hombre que vive en el árbol de en medio del camellon, él trabaja pidiendo limosna hasta las diez. Todavía le da tiempo de ir, comprar y regresar sin que nadie lo note. Al llegar al árbol, contempló la posibilidad de vivir ahí y soltó una carcajada; a pesar de que las circunstancias no dejaban para risas. Subió bolsa por bolsa con una mano, mientras que con la otra se sujetaba de los peldaños previamente improvisados. Limpió su ropa de los restos de corteza que se habían adherido y emprendió la marcha hacia el supermercado. ¿Por qué la luz de los supermercados siempre es tan blanca? Pensaba recorriendo los pasillos. Detuvo a un empleado, de esos apáticos que nunca tienen ganas de ayudarte. Le preguntó por las hieleras, -Quinto pasillo- respondió él sin voltear. Irene los contó, deduciendo que de izquierda a derecha era la enumeración. En efecto, ahí estaban, Irene siente alivio. Toma la más grande que encuentra, de un azul chillante y llegando a la caja se roba un chocolate. Nada peor puede pasar, se decía a si misma. Obtuvo sus cosas del árbol, la lluvia había cesado. Irene complacida de su plan, prosiguió por las calles de la Condesa con la hielera de llantitas hasta que llegó a casa de su amiga. Tocó el timbre, la humedad produjo toques en su dedo. Rió de nuevo, ¡joder, que día! -¿si?- Grita su amiga desde el interfon. Tía, abre, que tú timbre ha intentado matarte. –Por Dios, pero que tonterías dices. Sube, anda ya- Activó la puerta para que Irene pudiera pasar. Arrastró con esfuerzo la hielera por las escaleras, su amiga la estaba esperando en el pasillo -¿Y eso?- Preguntó burlona. Es que he decidido irme de picnic, contestó Irene sarcástica. Su amiga se acerca ayudarla -¡que va!, a media noche pero bueno contigo- Al entrar a la sala, el candor del hogar removió lo sucedido horas antes, confundida, Irene sintió el doblar de sus rodillas. -¿a que se debe la visita, tía?- Preguntaba su amiga al desprenderle el abrigo empapado ¿Que no puedo visitarte a mitad de la noche con una nevera? -Por supuesto, pero hubieras preguntado antes, que aquí tenemos gaseosas- ¿frías?- ¡que va! Y ahora, contarme- Irene estruja sus manos y deja caer su cuerpo en el futón, como si pesara más de lo que su esbelto cuerpo dejara ver. Abre la nevera y veelo por ti misma. Señalo Irene desanimada. La amiga se dirigió a la hielera como una niña apunto de abrir sus regalos. -¡joder, tía! ¿Pero que has hecho?- Su cara palideció repentinamente. Pues nada, un coñazo -¡coñazo, coñazo es lo que has de traer encima de los hombros!- Tía, sosiégate, que para mi tampoco ha sido nada fácil. Irene se levantó, postró su cuerpo junto con el de su amiga y las dos contemplaron el contenido de la caja, impávidas. ¿Qué cosas, no? Le he dicho a mi novia que la abandonaba hoy, se pone a llorar y que se desarma enfrente de mis ojos - ¿así como así?- La observa su amiga incrédula. Joder, ¿Qué no estas viendo? -¿y luego?- Pues nada, tia, que no iba a dejar a la pobre echa pedazos en el piso. Asi que cojo unas bolsas de basura y metí sus cachitos adentro. Su amiga rie, después se siente avergonzada para otorgarle a Irene una mirada complice -¿y la nevera?- Irene palmea fraternalmente la espalda de su amiga. Pues que la tía pesa una hostia y no sabia que hacer pero seguro que no la iba a traer cargando -¿y ya sabes?- Pues no, pero pensé venir a tu casa, echarme unas birras y esperar a que venga algo de inspiración o que ella se recupere. -tengo un six en el conge- ¡joder! ¿y que esperas? ¿Qué no ves que es asunto de vida o muerte?

1 comentario:

nybarrak dijo...

Me estoy riendo por dentro.